Helena Madico, coguionista y asesora de género de «Madres Invisibles». Con el reciente triunfo de las mujeres -y la sociedad- españolas aún por asimilar es imposible no girar la vista hacia quienes aún luchan por abrir brechas de igualdad, de Norte a Sur, para que la libertad de decisión de cada mujer sea reconocida como un derecho inalienable.
Desde este Sur de Europa que en los últimos meses se ha visto amenazado por una contrarreforma que pretendía convertir en ilegales el 90% de los abortos practicados en los últimos años. Y desde ese otro Sur de Europa, Marruecos, en el que se calcula que más del 95% ya lo son.
Cada día, y a tan solo 14 kilómetros de la costa española, se practican entre 600 y 800 abortos clandestinos frente a los 20-40 que están dentro de una de las leyes más restrictivas de nuestro entorno geográfico. Estas cifras, de actualidad gracias al Día de Acción Global por la Despenalización del Aborto, son parte de la compleja realidad social que rodea a las madres solteras y parte del puzle narrativo que construye el documental en desarrollo Madres Invisibles.
30.000 mujeres afrontan cada año la maternidad en soledad en Marruecos. Criminalizadas por el artículo 490 del Código Penal, estigmatizadas socialmente como malas hijas y malas musulmanas y expulsadas del entorno familiar para salvaguardar la honra del linaje, muchas de ellas piensan e intentan abortar.
Y arrojo más cifras a tener en cuenta. La intervención cuesta entre 200 y 1.400 euros, una cantidad accesible a pocos bolsillos, si tenemos en cuenta que el salario mínimo está en torno a 220 euros. Gabinetes médicos, enfermerías o domicilios de curanderas y charlatanes son algunos de los escenarios en los que se practican estos peligrosos abortos clandestinos. Uso de pinchos o de plantas medicinales, introducción de ácidos en el interior de la vagina… Las consecuencias son fáciles de adivinar. Hemorragias continuadas, esterilidad o, en el peor de los casos, la muerte. Se calcula que un 13% de la mortalidad materna se debe a esta razón. De nuevo la crudeza de las estadísticas.
El debate sobre el acceso a un aborto legal y seguro en el país vecino está sobre la mesa desde hace años. Avivado por organizaciones feministas y sanitarias nacionales, permanece sin embargo estancado. Y ello, pese a las recomendaciones de la Declaración de Beijing -de la que se cumplen dos décadas- o pese a la condena expresa de la CEDAW (Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer). Como en tantas otras latitudes, la voluntad política para hacer converger la ley y la cambiante realidad social es nula. La salud y los derechos reproductivos y sexuales de mujeres y niñas, el tratamiento de los embarazos no deseados desde una perspectiva integral, las políticas positivas a favor de la educación sexual o la lucha contra la violencia y la discriminación no son prioritarios. La igualdad no es prioritaria. Nada nuevo bajo el sol.
Con el reciente triunfo de las mujeres -y la sociedad- españolas aún por asimilar, y a punto de salir a la calle para reclamar la despenalización del aborto un 28 de septiembre más, es imposible no girar la vista hacia quienes aún luchan por abrir brechas de igualdad. Hacia quienes, de Norte a Sur, trabajan sin tregua para que la libertad de decisión de cada mujer sea reconocida como un derecho inalienable.