Por Daris José Lewis Recio*
En Cádiz los conocemos bien. Poner pie fuera del perímetro provincial es sinónimo de etiqueta. Dicen de los gaditanos que gozamos de una manera especial de vivir la vida. Hay quienes piensan que somos alegres por naturaleza, gente simpática que se presta a acoger con gracia al foráneo. Hasta ahí, bien. Otros se entusiasman al encontrarse con alguien de Cádiz, les comparten su amor por el carnaval y dan por sentado que podrán sacarle un par de coplas. Hay quien, sin saber tu nombre, te invitan a contar chistes ¿Qué otra cosa mejor podrías hacer viniendo de Cádiz? Comienzo a fruncir el ceño. También hay quienes empiezan diciendo que tienes una manera de hablar muy graciosa, y terminan confundiendo acento con ineptitud y/o incultura. Aún perduran peores estereotipos, como aquel que lo y la asocia con el ocio y con poca disposición al esfuerzo. Pocas veces se acierta a reconocer que la inversión desde la Administración en revertir el aislamiento, la pobreza intergeneracional, y la ausencia de oportunidades que persisten en gran parte de la provincia han sido mínimas y que son la verdadera causa de su desigual situación, la cual es viciosamente estereotipada.
El propósito de este artículo comenzó cuando hace un tiempo me encontré con mi antigua jefa y conocí a su hija recién nacida. Casualmente, todos mis jefes han sido mujeres, y en todas ellas vi reminiscencias de mujeres de mi familia, amigas y compañeras, todas ellas inteligentes y ambiciosas, sometidas a las limitaciones de su época, teniendo que confrontar los egos masculinos y las expectativas sociales. Mujeres como Ruth B. Ginsburg o Maria Telo, quienes, a gran diferencia de la mía, su tenaz convicción y constante lucha por derribar los estereotipos que limitaban las aspiraciones y libertad de las mujeres las llevo a impulsar meritorios cambios en el ordenamiento jurídico en particular y en la sociedad en general.
Actualmente, existen corrientes de opinión que suponen que la igualdad es un asunto zanjado. Escucho a quienes me comparten sus dudas sobre la existencia de desigualdades hoy en España o quienes directamente defienden que la desigualdad es inexistente y fruto de la imaginación ideológica. Me pregunto si la causa de tales posturas se debe al avance extraordinario de la lucha por la igualdad en los últimos años o si es la falta, inconsciente o deliberada, de información.
Si algo nos ha enseñado la pandemia como sociedad, es que la empatía es un motor clave para combatir los mayores retos a los que nos enfrentamos como especie. Siendo afrogaditano, inmigrante, pero también hombre heterosexual, no podría estar escribiendo estás palabras si no fuese consciente de haber sido víctima y también, involuntariamente, pertenecer al grupo responsable. Durante el seminario sobre interseccionalidad organizado por el Ministerio de Igualdad como parte de su ciclo de seminarios en torno al Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, la Presidenta de la Federación de Asociaciones de Mujeres Gitanas (FAKALI), Beatriz Micaela Carrillo, señaló como la sociedad sigue mirando a las gitanas con los mismos estereotipos y perjuicios del pasado, denunciando la falta de representación gitana en las instituciones, los centros de poder y los medios. Hoy en día, todavía cuesta mucho ver a la mujer gitana representada en la sociedad española fuera del elemento folklórico.
Con demasiada frecuencia, el impacto negativo de los estereotipos se ve reforzado por la invisibilidad de referentes pertenecientes a las minorías. Por ejemplo, en mi infancia solo existían dos prototipos de negro occidental: el ansiado Michael Jordan y, el más clasista, el desvalido “negrito”. Aunque hoy me identifique y tome de referencias a personas independientemente de sus rasgos, tuve la impresión durante mi adolescencia de que, si quería verme reflejado, tenía que tirar de imaginación o resignarme. Por desgracia, esta categorización se perpetua. Recientemente, uno de los periódicos nacionales de más tirada, comparaba la velocidad de un joven jugador de fútbol profesional, Ansu Fati, con la manera en que los manteros huyen de la policía en España. El periodista tuvo que pedir disculpas, no antes de evidenciar la permanencia de un limitado sistema de clasificación para las personas no blancas. Una prensa atenta a la educación ciudadana debería tomar conciencia de ello y adoptar medidas para erradicar la existencia de un lo nuestro y lo ajeno, de un nosotros y ellos que justifiquen un trato diferente a personas.
Es el momento de exigir a nuestros gobernantes una política conforme al viejo ideal de igualdad, renovado ahora por la marejada moral y anhelo de solidaridad que nos llegan de las sociedades civiles, ONGs y determinadas campañas sociales. Iniciativas como #trenquemstereotips o #quenoteconfundan nos muestran el activismo paciente de aquellas personas que están convencidas de que el porvenir pasa por una sociedad abierta, plural, mestiza y bastarda, fruto del intercambio entre mujeres y hombres pertenecientes a horizontes diversos.
Mientras la discriminación del Estado contra la ciudadanía puede eliminarse a veces con mayor facilidad, la de la sociedad es más terca. En el Rijkmuseum o Museo Nacional de Amsterdam, entre obras de Rembrandt y Van Gogh, se encuentra una obra que pasaría desapercibida si no fuese por la historia de su título. Es el retrato de una mujer en 1906 cuyo título ha pasado de Pequeña negra o Niña oriental sentada en un sillón, a Mujer joven con abanico y finalmente, desde el 2020, Isabelle, su nombre. No es solo el retrato de Isabelle, es también el retrato de una sociedad acostumbrada a clasificar a las personas por su «no» pertenencia a un determinado grupo y no por su valor como individuo.
22 de diciembre de 2020.