Lola Sanisidro es presidenta del Ateneo Republicano de Puerto Real
“Si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra”. (Blas de Otero)
Es posible que nos quede la palabra, pero que la palabra no pueda salir de nuestra boca.
El rey es inviolable, lo que quiere decir, ni más ni menos, que el rey sí que pude violar impunemente todas las leyes y las normas.
Esto es así porque la monarquía es una anomalía de la democracia y su propia existencia implica un límite a los derechos civiles y una humillación al principio de igualdad, una excepción contradictoria con la propia Constitución y con la Declaración Universal de Derechos Humanos: “Todas las personas nacemos libres e iguales en dignidad y derechos…”
Durante un tiempo, la monarquía estuvo envuelta en un velo sagrado. Un pacto de silencio ocultaba las prácticas abusivas, las conductas indecorosas o desleales con el pueblo, cuando no simplemente delictivas. Un acuerdo de notables, con el concurso de servil de los medios de comunicación, inventó una realidad paralela en la que el rey era un ser campechano e incluso un árbitro en situaciones confusas, pasando por alto todo lo que esta justificación conlleva de aceptación previa del chantaje.
Pero la inviolabilidad conduce a la impunidad, la impunidad al abuso y el abuso al escándalo, hasta que ya no se pudo ocultar el desprestigio, la corrupción y la vergüenza de estado.
Cuando ya no valen las mentiras mediáticas y los pactos de silencio, cuando la gente quiere saber y pregunta, pregunta y habla, sabe y rechaza; el sistema pasa a la siguiente fase y se afilan las armas del código penal para cerrar las bocas.
En los últimos tiempos se extienden como un reguero de pólvora las denuncias y condenas por injurias al rey, a la bandera, a los sentimientos religiosos, al honor de tal o cual rey, juez o tribuno… No importa que, previamente, se hayan deshonrado a sí mismos, porque rápidamente se castigan las palabras que describen, definen u opinan; mientras que a las conductas delictivas de los poderosos la sanción, si la hay, les llega tarde, mal o nunca.
Raperos, comediantes, cómicos de la legua, muchachas que desnudan su rebeldía frente a los poderosos y sus lacayos, políticos que convocan urnas más o menos simbólicas; a todos se nos trata como enemigos a batir desde que descubrieron que podían abusar de la ley impunemente, desde que no nos dimos cuenta de que ese ¡A por ellos! alentado por el rey en su discurso, era en realidad un ensayo general de un “a por todos y todas” las que no nos sometamos, no nos callemos o no nos resignemos a ser eternamente súbditos.
Libertad de expresión se llamaba el principio que nos permitía emitir juicios en voz alta o en palabra escrita, y lo tenemos que decir en pasado porque los dueños del dinero, la ley y la bandera han convertido la constitución, ya de por sí endeble y manoseada, en un laberinto que nos deja en el pozo, nos lleva a la prisión de las palabras o nos devuelve a la casilla de salida, más desposeídos de todo lo creíamos “que era nuestro y resultó ser nada”
Y, por si fuera poco, estamos asistiendo al gran advenimiento del delito de odio. Un arma nueva que los poderosos están usando con toda su desfachatez en la medida de lo que no se puede medir. ¿O es que van a establecer una policía del pensamiento, sensores de emociones, radares del deseo?
El delito de odio es intangible, es subjetivo, es un poder omnímodo puesto en manos de una alta judicatura añorante del franquismo; que encuentra delito de odio en una pelea de bar si una de las partes es fuerza del estado.
Que ingenuidad pensar que si se endurecen las leyes y se añaden agravantes vamos a estar más protegidas las personas de abajo, como si las personas comunes y de buena fe gestionáramos las leyes. Que ingenuidad y que contradicción, porque las leyes indeseables no debemos quererlas ni para nosotras ni para nadie.
En los juicios franquistas, se podía llevar alguien a la expulsión del trabajo, a la cárcel o al paredón por una acusación de “desafecto” al régimen; deberíamos reflexionar si no nos estamos acercando de nuevo, ingenua y peligrosamente a esa casilla en la que se entierran las libertades civiles.
Quienes crecimos apaleadas por la policía mientras pedíamos libertad, quienes a lo largo de la vida hemos comprobado que, en caso de duda, las leyes y las fuerzas del estado siempre van a proteger a los privilegiados; quienes hemos tenido que soportar años y años a las fuerzas vivas del franquismo, con el rey a la cabeza, y ver como disfrutaban de los privilegios obtenidos durante la dictadura mediante el fraude y el abuso; quienes sentimos, sabemos y decimos que la república es democráticamente una forma de estado indiscutible, nos preguntamos si aún se nos castigará por no tenerles suficiente simpatía a unos reyes impuestos, impostados…
Salud y República