Diego Boza (1)
Si algo caracteriza a Mariano Rajoy es su hermetismo. Se dice que se debe a su condición de gallego. No creo que un pueblo tan sabio como el gallego tenga que servir de excusa al carácter sibilino del personaje y de su política. Recuerda a aquella política de globos sonda que puso de moda Aznar en su primer cuatrienio en el Gobierno. Creemos que van a reformar la ley del aborto, así lo dicen, pero sin que el anteproyecto se apruebe en el Consejo de Ministros, el Gobierno lo descarta. O no. Lo mismo cabe decir del proyecto de reforma de la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana o, incluso, del proyecto de reforma de Código penal. De ese sí hay texto, que data de hace ya dos años y aún no se ha sometido a debate en las Cámaras.
Otro ejemplo reciente es el de reforma de la ley electoral. Los rumores, los comentarios apuntan a la existencia de un proyecto aunque, en ocasiones, otros rumores, otros comentarios descartan la reforma. Y todo ello sin que los ciudadanos conozcamos fehacientemente el contenido del proyecto. Hablan de regeneración democrática pero gobiernan como si fuéramos menores de edad a los que hay que ocultarles las cosas. Es una degeneración democrática.
Con este planteamiento, analizar la reforma de la ley electoral en cuanto a la elección de alcalde resulta complejo sin tener a la vista un texto. Pero con lo que hay, con lo que ha salido en la prensa hemos de recordar que el artículo 21 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que la voluntad del pueblo, expresada mediante elecciones auténticas por sufragio universal e igual y por voto secreto es la base de la autoridad del poder público.
Evidentemente, en ese concepto de elecciones auténticas caben muy diversos sistemas electorales. No obstante, algunos son más respetuosos con el principio de participación democrática que otros. En este caso, lo que sabemos de la propuesta del Partido Popular supone una auténtica involución en la participación del ciudadano en el gobierno de la administración más cercana, la administración municipal.
La propuesta carece de un contenido sólido. Otorgar la mayoría a quien alcance el 40% de los votos supone pervertir cualquier regla lógica de reparto de representantes. Otra cosa sería establecer una segunda vuelta. También pueden plantearse dudas sobre el “sistema francés” pero, al menos, hace consciente al ciudadano de lo que está votando, escoge entre dos alcaldes tras haber escogido, en la primera vuelta, al conjunto de sus representantes.
Pero en el proyecto español no hay tal elección directa de alcalde sino prima al que supere un determinado porcentaje. Curiosamente, un porcentaje en el que parece que puede quedar el Partido Popular en algunas de las grandes ciudades españolas. Una reforma ad hoc que se disfraza bajo el paradigma de la regeneración democrática.
La propuesta también carece de un fundamento lógico. Se dice que lo que se pretende es que al alcalde lo elijan los ciudadanos y no las maquinarias de los partidos, a través de los pactos post-electorales y, precisamente, lo que se hace es primar a las listas impuestas por los grandes partidos que, en principio, deberían verse beneficiados por la reforma.
Además, trasciende de la crítica un concepto de pacto que dice muy poco a favor de nuestra sociedad y nuestra clase política. El pacto no debiera ser malo. Como acuerdo dialéctico entre personas que buscan el bien común, que eso y no otra cosa deben ser los políticos, el pacto debiera servir para mejorar la acción política, para contrastar. El acuerdo enriquece ambas posturas. Sin embargo, el pacto se denosta porque no ha servido para enriquecer, sino para que se enriquezcan algunos. El pacto ha sido usado como mecanismo de intercambio de sillones, en ocasiones incluso contra la voluntad del votante. Pero quienes lo han utilizado así son, esencialmente, los que ahora pretenden imponer una reforma electoral que les evite siquiera necesitar los pactos.
Por último, la propuesta también adolece del don de la oportunidad. Ocho meses antes de las elecciones municipales nadie puede apoyar ningún tipo de reforma en las reglas electorales. Lo que deja el momento y el tenor de la propuesta es olor a pucherazo. Y la sensación de que no están entendiendo nada de lo que pasa, que la corrupción no se combate con leyes electorales sino mejorando los sistemas de control. La regeneración democrática no pasa por hacer que las maquinarias electorales de los grandes partidos impongan al alcalde sino en hacer más cercana y más próxima la votación. Y la capacidad de decisión.
Se dice que es una reforma contra Podemos. No se sabe. Lo que es seguro es que es una reforma contra el principio democrático y contra la participación de los ciudadanos.
Diego Boza es delegado de la APDHA en Cádiz y abogado