Carlos Arce, coordinador del área de Inmigración de APDHA.
Mientras se mantengan las restricciones al ejercicio de los derechos políticos de emigrantes e inmigrantes, nuestro sistema electoral seguirá estando lejos de ser plenamente democrático.
Históricamente se ha considerado que en la participación política, y especialmente en el derecho de sufragio, reside la esencia última de la ciudadanía en un Estado democrático. La participación política ha tenido que pasar por un largo proceso para superar las restricciones que excluían de la misma a determinados colectivos sociales por razón de género, raza o posición socioeconómica. Sin embargo, los Estados han sido tradicionalmente refractarios a la hora de permitir que ese proceso inclusivo llegara a dos perfiles vinculados con las migraciones: las personas nacionales que residen en el exterior y las extranjeras que residen en su territorio.
Desde una interpretación cerradamente nacionalista de la soberanía, los Estados miran con desconfianza la posibilidad de que emigrantes e inmigrantes participen en el ejercicio democrático de la misma, ya que cuestionan la «lealtad patriótica» de ambos colectivos (las personas emigrantes nacionales por el desapego que supuestamente puede producir el vivir fuera de su país de origen, las inmigrantes extranjeras porque se sospecha que pueden usar su voto para favorecer intereses igualmente foráneos).
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