- Publicado en eldiario.es / Francisco Fernández, coordinador área de Cárceles de la APDHA
Una de las muchas cosas que está mostrando la pandemia de la Covid-19 son los efectos psíquicos y emocionales que produce el confinamiento prolongado. En los últimos meses se ha recurrido con cierta frecuencia a comparar las consecuencias de las medidas adoptadas frente a la pandemia con el impacto que genera el encarcelamiento. En este sentido, el confinamiento nos ha servido para aproximarnos a la experiencia cotidiana de más de 50.000 personas que en estos momentos están privadas de libertad a lo largo del Estado. Del mismo modo que hemos comprobado que el confinamiento puede articularse en diferentes fases, dentro de prisión también se modula la intensidad de la privación de libertad mediante un sistema escalonado de grados. Dentro de este esquema, el denominado primer grado, también conocido como aislamiento penitenciario –la cárcel dentro de la cárcel–, es el que representa una mayor dureza y severidad.
El Tribunal Constitucional (TC) lo ha calificado como «una grave restricción de la ya restringida libertad inherente al cumplimiento de la pena» (STC 74/1985), aunque, a pesar de la gravedad de esta medida y de las ocasiones en las que se ha pronunciado al respecto, considera que no afecta al derecho fundamental a la libertad. El argumento de fondo que emplea en este punto el Alto Tribunal es sencillo: puesto que existe un fallo condenatorio en el que se priva de tal derecho, las personas que entran a prisión ya no disponen de ese derecho. En palabras del TC, «al estar ya privado de su libertad en la prisión, no puede considerarse la sanción como una privación de libertad, sino meramente como un cambio en las condiciones de su prisión; […] no es sino una mera restricción de la libertad de movimientos dentro del establecimiento añadida a una privación de libertad impuesta exclusivamente por sentencia judicial». Sin embargo, a pesar de esta criticable configuración del derecho a la libertad dentro de prisión (en este sentido, véase el voto particular de Carles Viver Pi-Sunyer en la STC 119/1996), de una forma muy material el aislamiento penitenciario supone una privación de la libertad dentro de la privación de la libertad. Publicidad
La aplicación concreta del régimen de aislamiento suele implicar, como han señalado numerosas organizaciones, la limitación de los contactos con otras personas presas, cacheos y registros diarios, cambios continuos de celda, la limitación de los objetos permitidos en la celda, comidas en solitario, la restricción del contacto con los funcionarios ola negación de los permisos de salida. Además, aunque la regla general señala que una persona no puede pasar más de 14 días en régimen de aislamiento –de acuerdo con el artículo 42.2, a) de la Ley Orgánica 1/1979–, la realidad es que la aplicación de esta situación se puede prolongar en algunos casos hasta los 42 días. Se trata de un hecho del que dio cuenta el Comité para la Prevención de la Tortura (CPT) en su informe de 2017 tras su visita a varios centros penitenciarios del Estado. Como se sostiene en ese documento, «el CPT comprobó que en varios centros penitenciarios se imponían períodos consecutivos (hasta de 14 días) de aislamiento con fines disciplinarios que se interrumpen sólo durante un día. El CPT reitera su recomendación de que no se someta a ningún interno a régimen de aislamiento de forma continua, a modo de castigo, más de 14 días». En relación con el incumplimiento de este límite temporal, el CPT también dirigió una importante crítica a los Juzgados de Vigilancia Penitenciaria al señalar que «los jueces de vigilancia penitenciaria actuaban principalmente como “meras autoridades para refrendar” decisiones tomadas por la administración de los centros penitenciarios, más que como entidades independientes e imparciales de supervisión».
Por último, respecto a las consecuencias en la salud del aislamiento, distintos estudios han constatado que aumenta el riesgo de sufrir hipertensión, depresión y ansiedad, pérdida de identidad e hipersensibilidad sensorial, mayor posibilidad de padecer trastorno de estrés postraumático, mayor riesgo de automutilación y suicidio así como un aumento de mortalidad en comparación con aquellas personas que no sufren ese régimen penitenciario. La muerte de Raquel E.F. en el Centro Penitenciario Brians I durante la aplicación de esta medida mostró hasta qué punto el aislamiento constituye una práctica cruel e inhumana. Por ello, los efectos de la pandemia deberían servir para reconsiderar y acabar con un régimen penitenciario que, por su aplicación y las consecuencias físicas y emocionales que implica, supone una grave vulneración de derechos fundamentales.