Las entrañas se nos estremecen cuando conocemos hechos tan difícilmente asumibles por la ciudadanía como los del caso Bretón. Son acontecimientos que nos unen de manera especial con quienes padecieron y están padeciendo en primera persona la violencia y la perversión de la que es capaz el ser humano. La empatía se antoja fácil, y todos, a una, reclamamos esa justicia, que se convierte casi en la única medicina posible para seguir viviendo, sobre todo para los más allegados. Y teóricamente todos reconocemos que por más que se castigue al que infringió el daño, nada puede hacer que se devuelva a la vida a dos seres inocentes. Pero aún así, vemos como la única salida que calma el profundo dolor, cargar lo más duramente posible contra el infractor, llegando incluso a pedir el mismo final para el victimario de su víctima. De ahí que, a primera vista, la cadena perpetua revisable sea el siguiente paso lógico a dar para endurecer una ley penal que parece no disuadir a aquellos que deciden actuar monstruosamente.
Parece que la cadena perpetua revisable va a dotar al preso de un seguimiento, que va a importar y preocupar su evolución. Pero lejos1 de ello, la realidad se impone, y podemos afirmar que, una vez condenado, al preso deja de prestársele atención, por varios motivos difícilmente resumibles aquí, y pasa de ser el punto de mira a convertirse poco más que en escoria para la sociedad y de hecho los índices de reincidencia en España son bastante elevados.
Habría que hacer un enorme esfuerzo y definir claramente qué objetivos perseguimos con este tipo de peticiones: objetivos básicamente vengativos, u objetivos de reparación del daño, de reinserción… Las peticiones se hacen bajo el paraguas de estos últimos objetivos, pero en realidad más tienen que ver con los primeros de carácter más vengativo. Y ello es así, porque los muchos años de pena privativa de libertad para una persona no se acompañan con la transformación personal, la reparación del daño, la restitución moral,…y en último caso, la reinserción de esa persona de nuevo en la sociedad, tal y como proclama nuestra Constitución Española en su art. 25. Sino que más bien, las largas estancias en prisión cumpliendo una pena privativa de liberad de muchos años traen consigo la destrucción personal, en lo físico y en lo psíquico, tal y como demuestran muchos estudios psicológicos, algunos coincidiendo en el límite de los 15 años como la no vuelta atrás de esta destrucción personal.
Y pese a nuestro art. 25 de la C.E., en España existe ya, lamentablemente, la cadena perpetua, a pesar de no existir reconocimiento legal de la misma. Por un lado, el límite de 40 años no es absoluto, algunas personas acumulan varias condenas elevadas a cuyo conjunto total de penas no se les aplica dicho límite. En las prisiones españolas en 2.010 cumplían condenas superiores a 30 años en torno a 345 personas, sin contar con las condenas por delitos de terrorismo. Es quizás el momento de hablar con claridad sobre esta realidad y ponerle límites adecuados con la constitución, en vez de crear nuevas figuras orientadas a aplicar, además, la cadena perpetua para la comisión dedeterminados delitos. Para los casos en los que las personas suelen estar condenadas de hecho y en la práctica a penas que suponen la cadena perpetua no va a existir posibilidad de revisión alguna. En muchos casos se trata de personas en situación de exclusión que comenten delitos que nada tienen que ver con los previstos por el Ministerio para aplicarles la llamada “condena permanente revisable”. No deja de ser una medida populista e inconstitucional a nuestro entener.
Por otro lado, todos los Estados en los que existe reconocida legalmente la cadena perpetua aplican revisiones, que hacen más cortas las condenas que en España, donde no existe ese reconocimiento legal. En países como Inglaterra o Alemania la media de cumplimiento real es de 15 y 19,9 años a pesar de disponer de cadena perpetua. España tiene ya, sin reconocimiento de la cadena perpetua, un sistema mucho más estricto y duro que esos países.
Las reformas legales de los últimos años, iniciadas con el Código Penal de 1995, reformado en el 2003, así como la reforma de la ley de responsabilidad penal del menor en 2006, han llevado a duplicar la duración efectiva de las penas. España ha aumentado las tasas de población penitenciaria, siendo el país con mayor tasa en Europa, pese a que era y sigue siendo uno de los países más seguros del entorno. Por tanto, dichos endurecimientos no provocaron reducción de criminalidad alguna, los países con cadena perpetua o pena de muerte no reducen la delincuencia, no disuaden futuras infracciones.
No hay que olvidar que en España, con una tasa de criminalidad de las más bajas de Europa, 20 puntos por debajo de la media del resto de países, los endurecimientos generales del 2003 o de violencia de género no han servido para nada en la reducción de las infracciones penales.
Los límites temporales a la condena son una exigencia del Estado de derecho, de respeto a la dignidad humana y al trato humano, que debe tratar al infractor de las normas de convivencia de una forma distinta a la que él actuó, única forma de dar ejemplo. Encerrar de por vida a alguien supone enterrarlo en vida, eliminándolo como persona y como miembro de la sociedad. Se trata de una tortura psicológica, ninguna persona puede asimilar la pérdida de su futuro.
En definitiva si el incremento de la pena no sirve para disuadir, ni está sirviendo para reinsertar, corremos el riesgo de convertirla en una mera venganza cada vez más ilimitada, que con sensatez y desde la lejanía al calor del momento, el Estado no puede tolerar. Hay que apostar por la prevención y la cultura de la no violencia, buscar otra forma de resolución de los conflictos sociales, trabajar las causas de los conflictos, apostar por políticas sociales serias, por la prevención y por la creación de oportunidades y derechos humanos para lo cual se requiere un adecuado presupuesto económico. Los delitos no ponen sino de manifiesto el gran fracaso social del estado y los altos índices de reincidencia el fracaso de la función que constitucionalmente cumplen las penas privativas de libertad.
El dolor requiere de un abordaje emocional que el derecho penal no puede dar, por más que se eleven las condenas. El derecho Penal no es el único, ni siquiera el más eficaz de los medios de prevención de los delitos, pero tampoco es el más apropiado para proteger y reparar realmente a las víctimas. Tiene un enorme coste económico y de sufrimiento para las personas con un beneficio muy escaso para la sociedad y para las víctimas.
Por último, seguimos llamando a la reflexión a los medios de comunicación, que cada vez completan más su tiempo con hechos aislados provocando sensación de generalidad, rompiendo el duelo necesario de los familiares de las víctimas y sacando tajada del dolor. La responsabilidad social impone otras medidas distintas a invitar a tertulianos que hablan de realidades desconocidas.
Andalucía, 15 de septiembre de 2012