Porque vivir se ha puesto al rojo vivo. PURA SÁNCHEZ

Pura Sánchez

PORQUE VIVIR SE HA PUESTO AL ROJO VIVO. MOVERSE POR LOS DERECHOS.

             La llamada Ley Mordaza lleva ya cuatro años en vigor. Su nombre en el BOE no se corresponde con lo que realmente significa y ha supuesto su aplicación. Se llamó ley de “protección de la seguridad ciudadana”, en un intento, no solo de minimizar y dejar sin justificación la más que previsible contestación social, sino, sobre todo, para ocultar sus auténticos objetivos.

            Y es que tanto en los regímenes totalitarios como en los de democracia débil y fallida, poco democráticos, por tanto, las leyes que recortan o anulan derechos individuales y colectivos suelen presentarse como protectoras del bien común o de la ciudadanía, a la que un estado bondadoso y protector, paternalista, dice querer proteger, incluso de sí mismos. La palabra talismán, en este contexto, suele ser “seguridad”, concepto muy querido por una parte de la sociedad que aspira a vivir a salvo de no se sabe qué peligros, siempre representados y encarnados fundamentalmente en los migrantes, los pobres y los excluidos. Con esa operación de marketing, la ley se vende a una parte importante de la ciudadanía como mucho, como un mal necesario, sin advertir que esta legislación no viene a regular derechos sino a restringirlos o anularlos.

            No hay que olvidar que esta ley ha sido la heredera de la llamada “Ley Corcuera”, nombrada popularmente como “de la patada en la puerta”, por lo que ha supuesto una vuelta de tuerca más, en un contexto generalizado de pérdida de derechos y libertades, en el que los estados estaban entregando su soberanía sin rechistar a las grandes corporaciones internacionales. Nada nuevo bajo el sol, por tanto. Se trataba, en definitiva, de que el Estado afinara en la legislación represiva para acabar con las protestas de la parte de la ciudadanía que empezaba a ser cada vez más consciente y, en consecuencia, más crítica con esa situación liberticida y de pérdida de derechos individuales y colectivos.

            No nos engañemos, el problema no era del partido que estuviera en ese momento en el poder, como no lo fue la modificación del artículo 135 de la Constitución, en su día. Esta ley, tras el paso de Pedro Sánchez y el pesoísmo por Moncloa, antes de las recientes elecciones, no se ha derogado, aunque así se prometió. Veremos si en la nueva legislatura tenemos la suficiente fuerza, desde la sociedad civil, para forzar dicha derogación, porque desde luego voluntad política de hacerlo no parece que haya.

            Sin ánimo de exhaustividad en los datos, Amnistía Internacional señalaba, en junio de 2017, que, tras dos años de aplicación, la Ley Mordaza había producido 200.000 víctimas.  En noviembre de 2018, la misma organización indicó que se estaban poniendo 80 multas diarias contra la libertad de expresión. Este altísimo nivel de “productividad”, esta orgía punitiva, resultó evidente incluso para el Ministerio del Interior, por lo que en octubre del mismo año había pedido a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad racionalizar la aplicación de la Ley Mordaza, subrayando que si había problemas, estos no se debían ni a la filosofía de la ley ni a la voluntad del legislador.

            Al más puro estilo totalitario, leyes de este tipo persiguen la criminalización de acciones o actitudes, que adopta la ciudadanía en el libre ejercicio de sus derechos individuales y colectivos, a la vez que se individualiza el castigo, que se vuelve así ejemplarizante y disuasorio para el resto. El efecto, ya lo estamos viendo, es la desmovilización y, con ella, la renuncia a uno de los instrumentos que puede resultar más eficaz para alcanzar cambios sociales.

            Aunque, por decirlo todo, no ha sido esta ley el único elemento que ha influido en la desmovilización. Las políticas y las actuaciones de determinados partidos, presentándose como los únicos herederos y articuladores de las protestas de otro tiempo, también han tenido este efecto desmovilizador. Y las consecuencias de tamaña irresponsabilidad las estamos sufriendo toda la sociedad. También estos partidos, que han alcanzado en poco tiempo un nivel de irrelevancia inimaginable hace nada.

            ¿Por qué tanta inquina contra la movilización y contra los intentos de la sociedad civil por construir desde abajo? ¿Por qué tanto empeño en hacer callar a quienes alzan la voz? De esto sabemos mucho las mujeres. Cuando una mujer habla, alza la voz, ocupa el espacio público está realizando actos indeseables para el poder, actos que ponen de manifiesto un cierto nivel de caos, considerado desorden por quienes prefieren el orden antes que la justicia. La misma consideración tienen las manifestaciones colectivas y también las individuales, si se interpretan como inapropiadas, esto es, si no se dice lo que toca, cuando toca y donde toca. Y como en el caso de las mujeres, se suele alabar no a la minoría que habla, se expresa y protesta, sino a la mayoría que queda en silencio. Así, tanto para las mujeres como para la colectividad, el silencio se presenta como la actitud que hay que valorar e incluso fomentar. Lo que no impide, antes al contrario, que los políticos profesionales hablen en nombre de esa “mayoría silenciosa” interpretando algo que es, por definición, difícil y complejo de interpretar: el silencio.

            Pero callar, o hablar solo cuando toca y donde toca, es una suerte de muerte social. Y para evitarla, parafraseando los versos de Blas de Otero, hay que escribir en defensa de las personas y su justicia. Hablar. Pedir la paz y la palabra. Precisamente porque vivir se ha puesto al rojo vivo.

 Pura Sánchez. Feminista. Miembro de Asamblea de Andalucía.