Opinión| Malvivir en Andalucía. Desahuciar la esperanza por Pura Sánchez

Artículo de opinión de Pura Sánchez, miembro de Andalucía Viva y socia colaboradora de APDHA

Partamos de una afirmación obvia: la vivienda es un bien básico que debe cubrir una necesidad básica. Si este principio rigiera las políticas habitacionales y se asumiera por parte de quienes deben llevarlas a cabo, no tendríamos que estar hablando del “problema de la vivienda”. Es necesario analizar cómo hemos llegado hasta aquí, denunciar las consecuencias y quienes las   sufren  particularmente y, por último, plantear las soluciones y cómo afrontarlas.

            El problema de la vivienda en Andalucía.

            La problemática de la vivienda en Andalucía está directamente relacionada con nuestro carácter de territorio periférico dentro del capitalismo global, lo que se traduce en términos de dependencia económica, asumiendo el papel que se nos asigna en la distribución internacional del trabajo, en términos de subalternidad política, sin capacidad para decidir sobre cómo afrontar y solucionar el problema habitacional de Andalucía, y también en el sentido de que la vivienda, como es propio del capitalismo global, ha pasado de ser un bien, que debe cubrir una necesidad básica de las personas, a ser una mercancía. Es decir, la problemática de la vivienda en Andalucía está relacionada con nuestra situación de colonia interna dentro del Estado español y de territorio periférico dentro del capitalismo global.

            Los problemas relacionados con la habitación han ido evolucionando a lo largo del tiempo. Si en el siglo XIX estos problemas estaban ligados a los movimientos migratorios del campo a la ciudad, a la escasez de viviendas y a su mala calidad, en los años veinte del siglo XX ya se habla claramente de una problemática ligada a la especulación urbanística y al desarrollo de un urbanismo atento a las necesidades de las clases pudientes, que empujaba a los márgenes a los pobres y a la clase trabajadora, hacinándolos en espacios insalubres y míseros. Así se refiere a ello Blas Infante, en un discurso a la Cámara de Inquilinos de Sevilla, el 27 de mayo de 1923[1], a las demandas de cuyos representantes, los poderes del Estado venían contestando con un “silencio despectivo”: “ … a la indiferencia ante vuestros anhelos agregan el escarnio de dilapidar los millones de vuestros empréstitos, regalando millones a los banqueros comisionistas, gastando seis millones en un hotel suntuoso que a los sevillanos sin casa insulta, invirtiendo millones y más millones en satisfacer las codicias de los propietarios para derribar casas en un bárbaro ensanche interior que contradice nuestra tradicional estética ciudadana y que reduce el número de las casas habitables, en tanto agonizáis amontonados en los corrales de vecindad o en los infectos aduares…”

            A partir de la segunda mitad de los años 70, en que empieza a haber un parque de viviendas vacías que no se había tenido antes, se pasa de un problema de escasez al de una mala distribución de las viviendas, situación que se agrava a mediados de los años 80 con la retracción de lo público en este ámbito, así como con la liberalización de los arrendamientos urbanos y del mercado hipotecario y el consiguiente endeudamiento privado. 

            En los últimos 25 años del siglo XX, las administraciones públicas fueron disminuyendo su presencia en la construcción de viviendas, a la vez que se desprendían paulatinamente del parque de viviendas publicas, pasándolo a manos privadas. Además, lejos de planificar una política habitacional adecuada, se construyeron viviendas destinadas sobre todo a las clases medias y en periodos en los que era necesario apuntalar el sector de la construcción, porque el mercado privado se había derrumbado.

A comienzos del siglo XXI, España era uno de los países europeos con más viviendas en propiedad, con lo que podríamos decir que se había cumplido el sueño del ministro franquista, José Luis  Arrese, quien 50 años antes resumía así su política de vivienda:“ no queremos una España de proletarios, sino una España de propietarios”.

            El boom de la construcción alcanzó, en el siglo XXI, una intensidad tal en Andalucía que en 2006 suponía el 12,7% del PIB, frente al 8,9% en Cataluña, por ejemplo, y el 10,4% para la media española. Teniendo en cuenta los efectos de arrastre del sector de la construcción en la economía andaluza, ese 12% se convierte en un 28,8% del PIB. Además, la revalorización de activos inmobiliarios elevaría el porcentaje del PIB en relación a la construcción a un 40%, convirtiéndolo así en el pilar fundamental de la economía andaluza. Otro aspecto relevante es que, debido al fuerte grado de  desarticulación de la economía andaluza, serán las grandes empresas afincadas principalmente en Madrid y Barcelona, las encargadas de acometer la construcción de los proyectos faraónicos de esta etapa y de llevarse los beneficios económicos fuera de Andalucía. 

            Respecto a la promoción inmobiliaria, en Andalucía se construyeron entre 1991 y 2007 casi un millón y medio de viviendas, el doble de las construidas en el mismo periodo en la Comunidad de Madrid, por ejemplo; el crecimiento del parque de viviendas representaba el triple del ritmo al que crecía la población andaluza.

            No obstante, el problema de acceso a la vivienda por parte de los andaluces no ha dejado de agravarse, debido a la sobrevaloración de los precios de las casas y su incremento muy por encima de los salarios. A pesar de ello, si en 2001 ya se registraba un 15% de viviendas vacías, mal se justifica que entre 2002 y 2007 se construyeran unas 850.000 viviendas más.

            La separación entre la evolución demográfica y la actividad constructiva en Andalucía evidencia el carácter especulativo de la misma. Su crecimiento obedece solo a los intereses de los amos del negocio inmobiliario. La consecuencia, en palabras de Naredo es que “la población terminará pagando durante décadas el aquelarre de beneficios y plusvalías obtenidos por unos pocos”. Porque el objetivo de esta actividad claramente extractivista no es atender las necesidades de vivienda de la gente, sino que el negocio inmobiliario sirva de refugio para la revalorización del capital, lo que genera no solo el problema habitacional sino también graves problemas en la ocupación del territorio[2].

            A pesar de todo lo dicho, y tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, se ha venido insistiendo de manera insensata, desde ciertos medios de comunicación y desde las políticas públicas, en “recuperar el ladrillo en Andalucía” como un medio de reactivación económica. (Andalucía Información. 14 de mayo de 2016).

            Con este panorama, el fenómeno de la turistificación ha venido a operar como un factor más en la profundización del extractivismo en materia de vivienda. Empresas transnacionales, fondos de inversión y plataforma financieras están participando activamente en el proceso de conversión de los espacios, nuestros espacios, en mercancía turística, apropiándoselos de manera física y simbólica y transformando las relaciones sociales, mediadas por la actividad turística. Es cierto que cuando llega el boom turístico, Andalucía ya contaba con un parque de viviendas sobredimensionado, con un alto porcentaje de empleo precario, con una gran expansión de infraestructuras duras y un marco de debilidad social y de empleo, pero en estos años queda clara la prioridad de los gobiernos de la Junta de Andalucía si pensamos que el presupuesto de turismo, en 2019, era de 83 millones, que han pasado a ser 273 millones de euros en 2022. Mientras tanto, el 55% de la población andaluza no puede permitirse una semana de vacaciones al año.

            ¿A dónde voy yo?

            La combinación de estas dos formas de extractivismo que son la especulación inmobiliaria y la turistificación está acarreando consecuencias cada vez más dramáticas para cada vez más personas. No tener una casa, o perderla, genera una serie de violencias y, por tanto, violenta una serie de derechos.

            Crece la población desplazada o excluida de determinados espacios urbanos, obligada a asentarse en otros, destruyendo así sus relaciones sociales y de vecindad; familias obligadas a desahucios o desalojos, sean violentos o no, sean por la vía judicial o por causa de un desalojo silencioso: subida inasumible de alquileres, acoso, deterioro de las condiciones de convivencia, cierre de tiendas y negocios que posibilitan la vida diaria, desmantelamiento de centros escolares y de salud, ruptura de las redes de sociabilidad…

            Las consecuencias a nivel individual no son menos dramáticas. Cada vez más personas, jóvenes y no tan jóvenes, afrontan esta situación viviendo en pisos compartidos, acudiendo a albergues, insuficientes y mal gestionados o viviendo en la calle. De este modo, a la violencia económica de un desahucio, un desalojo o la imposibilidad de pagar una casa en un mercado de alquileres escasos e inalcalzables y de hipotecas abusivas, se suma la violencia de las instituciones, que se desentienden del problema, criminalizando a las personas afectadas y presentando la cuestión como algo individual.

            Una vivienda es mucho más que cuatro paredes y un techo. Es un espacio de ejercicio de derechos. Un lugar donde es posible el derecho a la intimidad, a elegir dónde vivir, a sentirse seguro y establecer vínculos relacionales, a llevar una vida digna, desde la que ejercer el derecho a la educación y a la sanidad…

            Por eso, detrás de la pregunta a dónde voy yo se encuentra una ciudadanía desamparada de derechos, pero también personas, en su mayoría mujeres – un 98% de quienes acuden a los puntos de información y encuentro de la APDHA lo son-, que sufren el desarraigo, el miedo, la ira, la impotencia e incluso el sentimiento de culpa. Por eso, en ocasiones optan por el suicidio. El desahucio de la esperanza

            ¿Vivienda adecuada o vivienda digna?

            El artículo 47 de la Constitución Española declara que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada y atribuye a los poderes públicos la obligación de promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, si bien dicho artículo está incluido en el apartado de los  “principios rectores de la política social y económica”. En parecidos términos recoge este derecho el Estatuto de Autonomía de Andalucía. En la publicación de ONU HABITAT[3] se pueden encontrar todas las referencias al derecho a una vivienda “adecuada”. En dicho documento se aclara también que este derecho debe interpretarse en sentido amplio y no restrictivo, es decir, que debe entenderse como “el derecho a vivir en seguridad, paz y dignidad en alguna parte”.

            Más allá de la legislación existente, la cuestión central es quiénes son sujetos de este derecho, considerado un derecho humano, inherente por tanto a toda persona, por el hecho de serlo.  Por eso, desde la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía se reivindica desde hace años una vivienda digna, en la que la habitación participe de los elementos que confieren dignidad al ser humano. Una vivienda digna de un ser humano, cuya tenencia no esté amenazada por el desalojo, el hostigamiento u otras formas de violencia. Una vivienda con las debidas condiciones de salubridad, con servicios educativos y sanitarios que garanticen el acceso de las personas al derecho a la salud y la educación, Una vivienda donde sea posible alimentarse de forma saludable, hacer frente a la climatología adversa, ubicada en entornos seguros y no hostiles, con espacios que propicien la vida en comunidad y la sociabilidad, que tenga en cuenta y sea respetuosa con la identidad cultural de sus habitantes.

            Degradado por mercantilizado el concepto de vivienda, tal vez sería necesario recuperar el concepto de habitación y, por ende, el de habitar, como sinónimo de convivir, de arraigarse, de establecerse en un lugar desde el que proyectar el futuro individual  y colectivo.

            Andalucía tiene un problema grave de vivienda, porque tiene un modelo de ciudad fallido y un  modelo económico y político que responde al de una colonia interna, dentro del Estado español, y externa, en el capitalismo global. Mientras esto sea así, nuestra sociedad seguirá creciendo en desigualdad y mermando en derechos.

            Falta vivienda social en alquiler, por debajo del precio de mercado y gestionada por entidades sin ánimo de lucro. Hay que poner en marcha alternativas al acceso especulativo a la vivienda: derecho de uso, copropiedad, derecho de superficie.., que ya empiezan a contemplarse en la legislación de Cataluña o el País Vasco, en España, y en otros países europeos. Y, sobre todo, hace falta tomar conciencia de que el problema de la vivienda no es un problema individual, que pueda resolverse de forma individual. Las manifestaciones recientes en algunas ciudades andaluzas, así como las asociaciones de inquilinxs y las plataformas ciudadanas que reivindican el derecho a la ciudad y se oponen a la turistificación y a la abundancia de inversiones en barrios de clases acomodadas, en detrimento de los barrios pobres y periféricos, son signos evidentes de la toma de conciencia del problema acuciante de la vivienda en Andalucía. La organización colectiva es la gran oportunidad de no desahuciar la esperanza. 


[1]     https://fundacionblasinfante.org/blas-infante-y-el-problema-de-la-vivienda/

[2]     Datos y análisis sobre el boom de la construcción en Andalucía en el siglo XXI, en “Los megaproyectos en Andalucía. Relaciones de poder y apropiación de riqueza”. Manuel Delgado y Leandro Del Moral (Coord). Aconcagua Libros, Sevilla, 2016.

[3]     https://www.ohchr.org/sites/default/files/Documents/Publications/FS21_rev_1_Housing_sp.pdf