Marta Horno Hidalgo es abogada y pertenece al grupo de cárceles de la APDHA
La cárcel como sistema no rehabilita y 70 años después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, éstos siguen sin estar presentes en nuestras prisiones dónde las personas recluidas se limitan a ver pasar el tiempo.
La pena privativa de libertad ni resocializa ni reeduca, pese al mandato constitucional del artículo 25. A esta conclusión llego desde la observación derivada de la experiencia. Experiencia que desde la APDHA conocemos desde lo profesional y técnico, así como desde lo social y desde el activismo. Por eso es necesario, y más con la reciente incorporación de la cadena perpetua en nuestro código penal, que repensemos colectivamente en la cárcel y sus consecuencias y si es la prisión (únicamente la prisión) la respuesta social que todo delito debe tener.
“La prisión contiene, pero no corrige. Cumple un fin que no es su fin”[1]. Una persona que ha pasado por la cárcel vuelve a la sociedad destruida y desadaptada a un entorno del que ya no forma parte, donde se siente una extraña. Los vínculos familiares y sociales se rompen, la drogodependencia, que ha sido su vía de escape durante los años de reclusión, se ha vuelto fuerte. El proceso de prisionalización ha surtido efecto. Y es que para sobrevivir en la cárcel hay que adaptarse a lo anormal y a lo violento. Y no solo adaptarse a la institución (desde la sumisión o el enfrentamiento) sino a un sistema social alternativo con sus normas de funcionamiento recogidas en “el código del recluso” y que acaba convirtiéndose en una forma más de dominación.
En la cárcel nunca hay nada que hacer. Con suerte, si estás en un módulo “bueno” accedes a realizar alguna actividad (generalmente ocupacional) ya que el trabajo es un lujo al que muy pocos pueden acceder. Salvo los privilegiados, el común de los presos se pasa las horas, días y meses dando vueltas en el patio; un lugar inhóspito, un espacio pequeño, sucio y sin equipamiento de ningún tipo; un espacio para matar el tiempo.
¿Y quién no conoce algún vecino o vecina al que sospechan cercano de entrar en prisión? En la reciente película “Entre dos aguas”, Isaki Lacuesta muestra esa realidad a la que se enfrenta una persona que acaba de salir de prisión. El protagonista, que ha nacido en un entorno sin oportunidades intenta retomar su vida donde la dejó. Sin embargo, para los de fuera, la vida pasa, para los de dentro, el tiempo no existe y al salir, hay que empezar a construir de nuevo.
En la cárcel nos encontramos con personas que provienen de entornos conflictivos, de vidas sin oportunidades. Vienen de entornos donde la droga es su medio de vida (consumo y tráfico). Muchos de los que ahora entran en prisión ya lo hicieron en algún centro de reforma. ¿Y es la cárcel tal y como está diseñada la respuesta más adecuada? En la cárcel no aprendes un oficio, no aumentan los niveles de educación y cultura, no se aborda la problemática que te llevó a cometer el delito. Ni siquiera en todas las cárceles hay programas específicos de tratamiento al delito cometido. La reinserción no puede reducirse a ir al gimnasio, asistir a la escuela y realizar talleres de manualidades. Para que sea real y efectiva es necesario poner el acento en la persona, en sus necesidades; que primen criterios tratamentales y no regimentales y de seguridad. ¿Cuántos funcionarios de régimen y de vigilancia hay en una prisión y cuantos de tratamiento? Comparto la idea de Jesús Valverde Molina de que “mientras no construyamos prisiones alternativas como paso previo a las alternativas a las prisiones, la prisión seguirá siendo un fracaso”.[2]
La cárcel pasa factura y es que las consecuencias somáticas y psicosociales son una realidad. La cárcel limita no solo la mente sino también el propio cuerpo. Hace poco aprendí que existe lo que se llama “ceguera de prisión” que se convierte en crónica siendo necesaria la utilización de gafas y es que el diseño del espacio impide la visión a distancia. Y también se pierden los colores. Allí todo es gris. Recuerdo una conversación con un preso que pasó 7 años en régimen cerrado en Puerto I; cuando salió en libertad me llamó para decirme que el cielo era azul.
Por todo ello es necesario ampliar y potenciar las penas alternativas a la prisión, para reducir los efectos tan devastadores y las consecuencias desestructuradoras a las que se expone quien ha cometido un delito. No nos olvidemos que el 60%[3] de las personas encarceladas en nuestro país lo están por delitos que no son graves (hurtos, robos y tráfico de drogas); delitos de los cueles no existe alarma social. Si no abordamos la raíz del problema, difícilmente construiremos una sociedad justa. El derecho penal debe tener su papel, pero no lo arregla todo, porque no se puede arreglar nada que no pase por aplicar los Derechos Humanos.
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[1] Ruiz Funes, Mariano, La crisis de la prisión, La Habana, 1949.
[2] Jesus Valverde Molina. La cárcel y sus consecuencias. 1997
[3] Informe ROSEP 2015